¿Que se siente cuando estás deslizándote en medio del océano, impulsado por el viento?

En nuestra segunda travesía del Atlántico rumbo al Caribe, tuve tiempo para pensar y responder a esta pregunta.

Al principio, sientes un vacío en el estómago, provocado por la sensación de estar flotando en ese cascarón que se mueve como un tiovivo de feria, sabiendo que durante los próximos veinte días estarás a merced del viento y las olas.

Sientes tantas cosas al mismo tiempo que no te da tiempo a sentirlas. Son sensaciones que van variando al ritmo del mar.

El primer atardecer te reconforta con sus colores cálidos y reflejos iridiscentes, pero también despierta el miedo a lo que pueda ocurrir. Ese miedo infundado producto de tus pensamiento, pues todavía no ha pasado nada, pero en tu memoria habitan noches oscuras, vientos de tormenta y olas de incertidumbre que asolan el corazón.  

Las horas transcurren y, poco a poco, recuperas el ánimo. Empiezas a disfrutar de la soledad del océano y de la compañía de quienes te acompañan, confinados en los doce metros de barco. Por fin, logras admirar ese mar infinito sin que tus temores tiñan su belleza.   

Te embelesas con los delfines que juegan entre las olas.

Es fascinante asomarte cada día a tu ventana y ver la misma imagen azul de postal, siempre igual, siempre distinta.


Es emocionante pescar un atún, que será el menú de los próximos días.

Y, sin darte cuenta, te atrapa la magia del océano